El conocimiento del bien por connaturalidad afectiva
El dinamismo integral de la prudencia en la IIa-IIæ de la Suma Teológica
de santo Tomás de Aquino
P. Gabino Tabossi
Publicado en la revista Teología, de la U.C.A.
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- Abstract
This writing is a summary of a licenciate thesis. Its aim is to show in which way, in the moral life of the believer, inner taste when choosing how to act is decisive for happinness and salvation. Acting rightly is feeling rightly, and feeling rightly is not tantamount to a certain spontaneity indiferent to truth, and neither to mere external compliancy with natural, divine or ecclesiastical law. Without negating the importance of spontaneity as well as of the law, acting rightly entails, as a decisive criterion for discernment, an embodiment of moral truth as judged by therecta ratio. Such subjectivization is experienced as inner sweetness. At the same time, rightness of reason requires virtue, grace and the gifts of the Holy Ghost: we call this a judgment about goodness by affective connaturality or «per modum inclinationis».
El presente escrito es un resumen de una tesis de Licenciatura cuyo fin es mostrar cómo en la vida moral del creyente lo determinante para la felicidad y la salvación es el gusto interior en la elección de los distintos actos. Obrar bien es sentir bien, y sentir bien no se identifica ni sólo con una espontaneidad desligada de la verdad ni tampoco –como contraposición- con la mera adecuación exterior a la ley natural, divina o eclesiástica. Sin negar la importancia tanto de la espontaneidad como de la ley obrar bien supone, como criterio determinante de discernimiento, una interiorización o personalización de la verdad moral juzgada por la razón práctica recta. Rectitud que, para ser tal, necesita de la virtud, la gracia y los dones del Espíritu Santo. A esto llamamos juicio acerca del bien por connaturalidad afectiva o «per modum inclinationis».
- Introducción
En textos alusivos a la moral el reciente Magisterio ha señalado que para conocer el bien moral auténtico -no aparente- hay que tener los afectos ordenados por medio de la virtud y de la gracia. Es decir, que es insuficiente el conocimiento teórico de la ley natural y de los preceptos divinos y eclesiales. Pero, ¿por qué hacer depender los juicios y elecciones morales de una disposición de los afectos y la voluntad? ¿Acaso la facultad de ver la verdad no es algo que compete al intelecto? ¿No alcanza con saber –mediando la instrucción- la mejor acción que debemos realizar para luego ejecutarla? ¿Existen acciones morales mejores que otras? ¿Hay alguien que esté facultado o tenga autoridad para juzgar acerca de las conductas morales?
Responder a estas y otras preguntas semejantes será el principal propósito de este escrito, el cual es un breve extracto de una tesis de Licenciatura defendida en la facultad de teología de UCA, en 2015.
El autor principal en el cual nos hemos inspirado para estudiar el tema de la connaturalidad afectiva es santo Tomás de Aquino, siendo la Suma Teológica -sobre todo la II-IIæ- la obra que guiará nuestro trabajo.
He aquí otras preguntas que intentaremos responder: si decimos que el amor es fuente de conocimiento, ¿estamos diciendo que podría existir un conocimiento paralelo al intelectual?; ¿de qué manera en el juicio moral interactúan el entendimiento y la voluntad? La expresión agustiniana “ama y haz lo que quieras”, ¿es una legitimación a cualquier acto que brote de cualquier tipo de amor?, ¿o -por el contrario- hay amores y actos derivados que no son sino sucedáneos o falsificaciones del verdadero amor? ¿Es lícito en la vida moral hablar de «verdad» y «falsedad»?
- Prudencia y verdad
Queremos estudiar, en primer lugar, si puede hablarse de verdad o de falsedad en el contingente campo de las acciones morales; y en el caso de que sea afirmativa la respuesta, buscaremos conocer sus fundamentos. Para ello nos centraremos en la virtud de la prudencia por ser ella la que regula el resto de las virtudes morales, y al hacerlo, guía y orienta toda la vida moral de la persona.
Lo haremos en dos pasos o momentos: primero explicaremos la diferencia existente entre la verdad en el orden especulativo y en el orden práctico y luego, la relación entre las inclinaciones naturales y la razón, de cuya unión surge la virtud incipiente o semina virtutum, la que dará lugar –mediando la voluntad recta y apetitos rectos- a la verdad práctica.
II.1. La verdad especulativa y la verdad práctica
La noción de verdad en el plano teórico-intelectual no es la misma que la que se tiene respecto del plano agible o moral, por lo que su captación no se podrá reducir a un conocimiento sólo lógico-deductivo.
La verdad no es unívoca sino análoga. En efecto, mientras que en el plano teórico consiste en una adecuación del entendimiento con la cosa conocida o la realidad en-sí (adecuatio rei et intellectus), de manera que decimos que poseemos la verdad en tanto que en nuestro intelecto tenemos el concepto, specie o esencia de una cosa que hemos visto en la realidad y se nos hace presente en el alma no de manera real sino intencional; en la vida moral, en cambio, la verdad se nos ofrece de manera distinta. Esta verdad práctica o moral viene definida por Aristóteles como la adecuación o concordancia del entendimiento práctico con el apetito recto.
Cuando nuestra razón práctica, y con ella nuestras elecciones y conductas, concuerdan con el apetito recto, entonces allí tendremos una verdad moral, es decir, que allí el acto realizado será respetuoso y adecuado al bien humano. El objeto o bien al cual tenderemos será, en tal caso, auténtico, verdadero, no aparente,
Pero, ¿qué significa rectitud del apetito?, ¿cuándo la voluntad y las pasiones son rectas? Si bien nosotros tendemos al bien amado de manera voluntaria lo hacemos, sin embargo, según una modalidad propia, que es la humana, y que no es igual ni al acto voluntario de los ángeles ni al acto voluntario de Dios. El modo humano consiste en tender hacia el bien a través del uso de las pasiones, afectos o apetitos.
En el ámbito especulativo la verdad es dada por conformidad al objeto: es el objeto la medida de la verdad del conocimiento. En la praxis, en cambio, el objeto es conocido en lo operable, en la acción, la cual a su vez es cambiante y contingente. Por eso, es la inteligencia la que debe descubrir o medir el objeto sobre el cual se deberá obrar. La razón práctica mide la acción a cumplir, calibra el objeto moral. Y lo hace porque ella misma está calibrada, ordenada o rectificada a partir del fin natural y universal -del cual depende- y de los fines particulares de esta persona en particular, a los que tiende por medio del ejercicio libre y del hábito. Esos principios particulares y contingentes son dados por un hábito moral presente en la razón, la prudentia.
Una cosa es saber de manera natural que robar está mal y que por tanto es inmoral no devolver un préstamo, pero otra cosa es darme cuenta que, en un caso muy concreto, sería lícito no devolver ese préstamo; por ej., cuando éste será usado para atacar la propia patria. Juzgar bien de una acción y actuar en consecuencia requiere de los dos saberes, tanto el universal como el particular-circunstanciado.
II. 2. Inclinaciones naturales. Semillas de virtud. Semillas de verdad
Las inclinaciones naturales son tendencias genéricas presentes en nuestra naturaleza animal y racional, tendencia a los bienes humanos y sin las cuales no es posible lograr el fin en la vida práctica que coincide con la felicidad. Estas tendencias son cuatro: la inclinación a la conservación del propio ser, la inclinación a la reproducción y educación de la prole, el deseo de conocer la verdad y, finalmente, la tendencia a la vida en sociedad y a la comunicación.
Las inclinaciones naturales no tienen valor ético o moral alguno (tanto que algunas las tenemos en común con los animales) y por eso son inclinaciones a-morales o pre-morales. Son simplemente una naturalis dispositio como presupuesto a la virtud moral, una suerte de virtud incipiente, o como dice santo Tomás, cierta incoación de aptitud hacia la virtud. Pero es tarea de la razón práctica determinar cuál es el modo o la forma de satisfacer las inclinaciones y de realizar sus objetos que sean conformes al bien de la persona considerada como un todo. Al ser asumidas por la razón práctica estas inclinaciones adquieren el nombre de semina virtutum, semilla de virtudes. ¿Por qué ese nombre? Porque son las virtudes morales en estado incipiente, como los primeros esbozos o las primeras líneas en el plano de construcción de la propia felicidad. Son semillas, no plantas ya maduras. Se trata de inclinaciones a los distintos bienes humanos pero aún no del todo desarrolladas; virtudes en acto primero pero que, para ser verdaderamente tales, requerirán de un ejercicio voluntario de la persona hacia esos bienes durante un tiempo más o menos prolongado. Una cosa es conocer la bondad y necesidad de las relaciones sexuales, o del comer, o del hablar y comunicarme con otros pero distinto es saber de qué manera, cómo y cuándo es preciso dar curso a tales inclinaciones configuradas por la razón.
En el vivir bien radica la verdad de una conducta la cual exige, por parte de la razón práctica, una “destreza singular” para ver en cada caso qué es lo que se debe obrar, evitando dejarse llevar por las tendencias demasiado genéricas de las inclinaciones naturales que, asumidas por la razón, no dan la suficiente luz como para iluminar toda la vida humana en sus detalles sino que se limitan a ofrecer los principios orientadores del obrar, demasiados generales para la conducta.
La prudencia necesita, como principios del obrar, de premisas universales que luego deberá plasmar imperando a las pasiones. Tiene necesidad absoluta de ellos y son dados a la razón a través de un hábito natural práctico, la sindéresis, y de los principios generales que de él derivan. Sin embargo, este imperio no debe ser interpretado como mera adecuación con la norma moral universal interior o ley natural ya que la vida humana y la felicidad que de ella se debe seguir es mucho más compleja como para regularla de manera quasi mecánica a partir de la aplicación de las normas. Este modo de concebir la moral con la centralidad puesta en la ley mandada ha recibido el nombre de Legalismo moral o Moral de la tercera persona.
Adecuar la acción a un objeto materialmente bueno expresado en una formulación legal es insuficiente si falta la voluntariedad y el deseo afectivo hacia el bien, pudiendo ser incluso nocivo para la persona al minimizarse en ella el ejercicio de su libertad y, por tanto, de su responsabilidad. Por eso, se necesita para ello de otros principios prácticos desde donde partir: “es necesario que el prudente conozca no solamente los principios universales de la razón, sino también los objetos particulares sobre los cuales se va a desarrollar”.
De este doble principio fontal de la moral la superioridad corresponde al conocimiento prudencial-particular. Escribe al respecto J. Maritain: “Un hombre virtuoso puede ser enteramente ignorante respecto de la filosofía moral y sin embargo saber también (y sin duda, mejor) acerca de las virtudes por connaturalidad”. Lo mismo dice santo Tomás al afirmar que “en materia moral, efectivamente, las consideraciones generales resultan menos útiles, ya que las acciones se desarrollan en el plano particular”.
Para conocer en lo concreto el bien y actuarlo no alcanza con saber la ciencia moral sino que es la razón práctica rectificada por las virtudes (es decir, la razón prudencial) la que identifica y actúa el bien. Para confirmar esta afirmación santo Tomás dice que el incontinente, si bien puede teóricamente reconocer el mal de la fornicación, ante la posibilidad de fornicar lo hace ya que sus pasiones o afectos desordenados elaboran una segunda premisa universal que dice: «hay que gozar», o «hay que disfrutar todo lo que se pueda». Esta premisa tiene en el incontinente tanta fuerza que finalmente obnubila la luz natural de la razón por la cual se rechaza abstractamente la fornicación. Tal luz natural no se pierde del todo –ya que es natural- pero sí se debilita, y a veces mucho. El proceder del incontinente es similar al del borracho: ambos saben que seguir los apetitos en contra de la razón está mal e incluso lo dicen de palabra pero, en lo concreto, obran en contra de lo que afirman.
Por lo dicho vemos cuan insuficientes son las normas morales universales para guiar las acciones particulares. En efecto, además de las ya mencionadas inclinaciones naturales –universales y genéricas- es necesaria en la persona una inclinación actual al bien, una inclinación buena o virtuosa. Son las virtudes las que posibilitan un conocimiento del bien moral no teórico sino por connaturalidad, posibilitada en cuanto que hay una profunda sintonía entre el bien real y auténtico y el afecto de la persona que lo ve, lo juzga y lo busca. Conocer el bien por connaturalidad significa que la persona, tal como ella está habitualmente dispuesta en su interior, así juzga la realidad exterior.
“El hombre triste conoce la tristeza en otros, el hombre santo conoce la santidad en otros, el hombre inteligente distingue la inteligencia, el enamorado percibe el amor. «Dame un enamorado y entenderá lo que digo», dice san Agustín. Conocemos a los demás [es decir, lo exterior a nosotros] por medio de nosotros mismos”.
III. Conocer por connaturalidad
Explicaremos a continuación el término «conocimiento por connaturalidad afectiva». Posteriormente, veremos la interesante analogía hecha por santo Tomás entre el juicio moral y el juicio sobre los sabores, en su comentario al salmo 33.
- 1 Dos tipos de conocimientos morales
Dice santo Tomás que existen, en la vida moral, dos tipos de conocimientos, el per modum cognitionis y el per modum inclinationis. Son en buena medida distintos entre sí. En efecto, el iudicare per modum cognitionis es estrictamente racional, implica el estudio y, aún teniendo como objeto una realidad práctica, no tiene necesidad del auxilio de las virtudes morales o disposiciones afectivas rectas para su ejercicio, como tampoco de la gracia de Dios. Por este motivo es que nada obsta que un pecador habitual sea también moralista.
Por el contrario, el segundo tipo de juicio moral es llamado per modum inclinationis y se basa no en un estudio o razonamiento del bien cuanto en una empatía o cierta connaturalidad que la persona posee respecto de aquél bien (a su vez, objeto de la virtud) sobre el cual debe juzgar. Se trata aquí de un saber principalmente experiencial, interior, muy personalizado, razón por lo cual ese saber-sabor será interiormente tangible, y como tal certero.
Una cosa es conocer algo de manera conceptual y otra es hacerlo no sólo con la inteligencia sino también con los afectos y la voluntad, lo cual da a este saber una mayor profundidad por cuanto toda la persona queda involucrada y comprometida.
Amor ipse notitia est: el amor mismo es un conocimiento; tiene sus propios ojos. ¿Qué quiere decir esto? Ciertamente, no decimos que exista un conocimiento de la voluntad que camine en paralelo con el conocimiento de la inteligencia. Solo conoce la inteligencia. Con la citada frase o aquella otra pascaliana, “el corazón tiene razones que la razón no entiende” indicamos, más bien, que quien ama conoce mejor la realidad que quien no ama ya que en el acto de conocer el bien la misma razón hace uso –a modo de instrumento- del afecto o apetito, lo que da a ese acto una mayor perfección, mayor agudeza: se amplifica la percepción del amado. Se usa el prefijo “per” (per connaturalitatem quandam o per modum inclinationis) indicando con él que el afecto “sirve para”, trabaja a modo de medio, similar al calibre de un arma o la mira del telescopio que ayuda a determinar mejor la posición del objeto. La subjetividad media y “calibra” el conocimiento determinando así la mejor o peor percepción del objeto o cosa amada. Es por eso que san Buenaventura, hablando del conocimiento por la fe y la caridad, dice: “El conocimiento experiencial de la divina suavidad amplifica [amplificat] el conocimiento de la verdad divina”. Connaturalidad, pues, dice relación más con los afectos o el corazón que con la razón o intelecto, aunque ciertamente la causa eficiente del conocer no es la voluntad sino la inteligencia.
En el conocimiento per inclinationis la razón hace uso de la facultad apetitiva, la cual aporta algo nuevo al proceso cognoscitivo. En dicho conocimiento ocurre un proceso muy similar a lo que ocurre en el acto de fe en donde el entendimiento “muestra” a la voluntad las razones de credibilidad para aceptar -movido por la gracia divina- un objeto que trasciende la naturaleza humana (Dios en cuanto revelado). Para tener fe o creer hay que amar, así como para reconocer la verdad práctica hay que desearla en el afecto e intención.
Santo Tomás enseña que la actividad de una potencia del alma interfiere sobre la otra, sobre todo cuando el acto es muy intenso. En el caso del conocimiento del bien por connaturalidad lo que ocurre es que la tendencia apetitiva es muy intensa y recto en su movimiento, con lo cual, ese movimiento tendencial redunda [redundat] en el interior de la inteligencia o razón práctica de manera que el juicio que ella profiere es guiado y producido por esa experiencia. Es un juicio altamente condicionado por el amor.
El fuerte influjo de una potencia sobre la otra a causa del derrochamiento o superabundancia de aquélla en su relación con su propio objeto tiene su explicación última en la unión sustancial de la persona humana. En efecto, voluntad e inteligencia, si bien son potencias distintas, dependen de una misma raíz, que es el alma espiritual.
Dicha redundantia o derramamiento de una potencia sobre otra o sobre el cuerpo se verifica, por ej., cuando es muy fuerte la contemplación de la verdad o, por el contrario, cuando es sumamente intensa la pasión física, capaz de afectar al alma. Es lo que ha ocurrido tanto en la Transfiguración y Resurrección del Señor como también en su Pasión. Incluso alguien podría morir de alegría o de tristeza. Somos una profundísima unidad.
La connaturalizad afectiva se fundamenta en una proporción o conveniencia existente entre la persona que conoce y la realidad por ella conocida, la cual es juzgada como conveniente a sus intereses. Lo conocido interesa a quien conoce. ¿Y por qué le interesa? Porque esa realidad (que podrá ser algo material, o la fama, o la comida, o el sexo, u otra persona o Dios mismo) coincide con la disposición habitual del afecto, es decir, con el amor dominante.
Para explicar esta conveniencia propia del saber moral entre el objeto de la elección y los intereses-amores de la persona el Aquinate apela con frecuencia al ejemplo de lo dulce. ¿Cuál es el motivo -se pregunta- por el que algunas personas optan por la dulzura de la miel y otras prefieren la dulzura del vino o cualquier otra dulzura?
El motivo por el que varía el juicio sobre la dulzura, o incluso más, por el que algunos llaman dulce a lo amargo y amargo a lo dulce (en el caso de un enfermo), o llaman bien al mal y mal al bien (en la vida práctica) es la disposición subjetiva: la educación, la experiencia, la complexión corporal, etc. La afirmación presente en el l. III de la Ética a Nicómaco “según sea cada uno así le parece el fin” [qualis unusquisque est, talis finis videtur ei] significa que los intereses, valores o amores que dominan el afecto de una persona serán los que le harán juzgar como bueno o malo toda realidad conocida, en tanto se relacione o no con esos amores predominantes. “A cualquiera que tiene un hábito le es agradable propiamente lo que conviene con ese hábito”.
En su libro El sentido religioso Luigi Giussani recuerda el doloroso caso de Louis Pasteur, cuando buena parte de profesores de la Sorbona, científicos miembros de la Academia de Ciencias de París, rechazaron su hallazgo sobre el papel de los microorganismos. Y actuaron así movidos por intereses personales y falta de humildad intelectual. Concluye Giussani:
“En resúmen, si una cosa no me interesa no la miro, y si no la miro no la puedo conocer. Para conocerla es necesario que ponga mi atención en ella. Atención quiere decir, conforme a su origen latino, «tender a...». Si algo me interesa, si me impresiona, tenderé hacia ello”.
Para que exista un conocimiento del mejor bien a realizar debe existir conveniencia entre los extremos involucrados, tanto de parte de la cosa en sí como de parte del sujeto que juzga. Volviendo al ejemplo de lo dulce, juzgar sobre lo dulce requiere de algo que tenga esa característica y, junto a ello, de alguien capaz de probar y juzgar en base a su experiencia y paladar. Para que la persona juzgue algo como apetecible y digno de ser saboreado, es necesario que aquello que se le presenta como dulce lo sea para ella en su situación particular. Sólo cuando reconozca ambos elementos (el universal y el particular) se moverá a juzgarla y, eventualmente, a buscarla. Sin esta conveniencia la razón práctica no cumplirá su cometido, que es mover a la persona, por medio de un mandato o imperio a aquello que descubre como verdadero y bueno.
III. 2 «Gustad y ved qué bueno es el Señor»
“Nadie ama lo que no conoce”, dice el conocido refrán. Sin embargo, en la vida moral ocurre –de algún modo- al revés. Es decir, es el amor lo que nos lleva a conocer cada vez más el bien. Es lo que enseña santo Tomás en su comentario al salmo 33 en la parte que éste reza “gustad y ved qué bueno es el Señor”:
“En cuanto al efecto de la experiencia se ponen dos cosas: una es la certeza del intelecto, la otra es la seguridad del afecto. En cuanto a lo primero dice y ved. En las realidades corporales primero se ve y luego se gusta; pero en las espirituales, primero se gusta y después se ve, porque nadie conoce lo que no gusta. Por eso primero dice, gustad y luego y ved”.
“Nadie conoce lo que no gusta” porque para mover a obrar el bien, la razón depende del movimiento del afecto. Sólo si éste se halla dispuesto con respecto al bien que la razón, en cuanto especulativa, considera verdadero, podrá considerarlo, en cuanto práctica, como un bien para sí. Sin esta conveniencia, no habrá un conocimiento del todo personalizado. De la insuficiencia del conocimiento del bien en abstracto habla santo Tomás a continuación:
“Si algún médico sabe que las carnes suaves se digieren bien y son sanas [ciencia universal], pero ignora cuáles carnes son suaves [conocimiento particular práctico], no podrá sanar a nadie. Pero aquel que conoce que las carnes de ave son suaves y sanas, sí que lo podrá hacer”.
La persona, al conocerse y conocer sus gustos e inclinaciones, conoce también al objeto amado, ya que en cierto modo lo tiene “dentro de sí”, lo posee en su intimidad, en su afecto. Lo amado “coincide” con él y en virtud de esta coincidencia o semejanza él puede reconocerlo rápidamente y juzgarlo. ¿Quién mejor que un san Agustín ha descubierto que el conocimiento de Dios depende, en muy buena medida, del propio conocimiento? “Deus semper idem, noverim me, noverim Te.”
El hombre virtuoso reconoce fuera de sí el bien porque antes lo ha visto dentro de sí, en sus afectos, que como un espejo logran espejar y reconocer el bien exterior. Similar a lo que ocurre en un lago que refleja la montaña, la cual sólo será bien vista y apreciada en la medida en que las aguas del lago estén aquietadas, serenas. Caso contrario no veremos más que un pálido y alejado reflejo de la realidad, cuando no una total distorsión. Nótese que aquí la realidad no cambia (la montaña sigue siendo montaña independientemente del oleaje) pero lo que sí se altera es su percepción o conocimiento.
III. 2 El juicio sobre el mejor vino
Cuando la persona buena o virtuosa dice «esto es bueno», «esto hay que hacerlo», «vale la pena ejecutar esta acción», dichos juicios deben ser tenidos en cuenta en razón de su veracidad y rectitud. ¿Y por qué tal persona no se equivoca? Porque quien posee ordenado su afectos o sus pasiones puede ver más nítidamente la verdad moral.
Análogamente a lo que ocurre respecto del juicio acerca del vino. ¿Cómo es calificar un vino? ¿Hay gente que sepa más o tenga más autoridad para juzgar respecto de una bebida? ¿Los criterios de calificación (juicio) son solo objetivos y exteriores, como el color, aroma o el precio de góndola? Evidentemente no; esos criterios son insuficientes y bastante generales. Se necesitan de personas llamadas “jueces” quienes, apoyados en su experiencia y connaturalidad con el buen vino, al degustar uno de buena calidad pueden reconocerlo y juzgarlo en los concursos. Y premiarlo.
Para promover un obrar excelente debemos recurrir a la experiencia interior de la gracia, al instinto personal, a una degustación individual que es perfectiva y completiva de la ley escrita o criterios solo exteriores. Así como para conocer la excelencia de un vino debemos consultar a los jueces de los concursos, a los que dedican su vida al arte de juzgar los sabores de los distintos vinos; análogamente, es a los “expertos” respecto de la vida humana considerada como un todo a quienes debemos escuchar, observar e imitar para poder caminar correctamente por la senda de la felicidad. Estos expertos son los santos, un «lugar teológico», como enseña Juan Pablo II.
Según lo que acabamos de afirmar, es importante darnos cuenta que en la vida moral el hábito bueno no sólo tiene una función “negativa” en cuanto que lucha y remueve lo que se opone a los fines buenos auténticos sino que también ayuda a ver, a discernir por inclinación de los propios fines. Tiene una función cognoscitiva, además de la estrictamente moral. El virtuoso -o el santo- capta el bien y lo juzga como tal con mayor nitidez debido a su tendencia habitual al bien.
IV. Un segundo juicio por inclinación afectiva
En tres breves partes desarrollaremos esta última sección. Tras explicar en qué consiste el juicio per inclinationis en la vida teologal o vida sobrenatural nos ocuparemos de la centralidad de los dones del Espíritu Santo en dicho conocimiento, con especial atención en el consejo y la sabiduría. Para luego finalizar con una regla práctica de discernimiento espiritual y moral.
- 1. «El hombre espiritual todo lo juzga» (1 Co 2,15)
El Aquinate cuando explicita el juicio por connaturalidad afectiva o per modum inclinationis dice que este, a su vez, se puede dividir en dos, sea que se trate de la virtud adquirida o del hábito infuso por Dios en el alma, por medio de la gracia.
“Tiene, en cambio, recta estimación del fin último quien no yerra sobre el mismo, sino que se adhiere a él como a sumo bien, y eso es exclusivo de quien tiene la gracia santificante, del mismo modo que en las cosas morales tiene una recta apreciación del fin quien tiene el hábito virtuoso”.
Por la infusión de la gracia Dios dispone el afecto del cristiano divinizándolo de lo cual surge una nueva connaturalidad para juzgar y actuar al modo de Dios. De este juicio recto y verdadero habla san Pablo en 1 Co 2,15 cuando dice que el hombre espiritual todo lo juzga y nadie puede juzgarlo a él.
Existe una distinción hecha por san Pablo entre el hombre animal u hombre natural (u hombre psyquico, según algunas traducciones) y el hombre espiritual. Este último, también llamado hombre pneumático, es quien tiene la mente iluminada por la fe y el afecto encendido por el amor de caridad. Del primero, en cambio, santo Tomás dice que se trata tanto de aquél que vive sensualmente como también de aquél que vive sólo a partir de una “razón filosófica” desde la cual pretende juzgar las cosas de Dios. Este tal, “juzga de Dios conforme a la fantasía corpórea, o la letra de la ley, o la razón filosófica. (…) Pero no corresponde al sentido del hombre ni a su razón terciar en jurisdicción del Espíritu de Dios”. El hombre psyquico o racional procede humanamente, es decir, según las reglas de la razón. Tal proceder ciertamente es más perfecto que el vivir según los sentidos, o según “la carne”, pero sin embargo es una imperfección por lo que, también la razón, deberá ser purificada por la fe y, muy especialmente, por aquellos dones que perfeccionan el hábito de la fe. Así como también debe ser rectificada a fondo la voluntad y las pasiones.
Que el hombre poseedor de las virtudes teologales tenga como regla que regula su conducta una que es superior a la razón quiere decir que, muchas veces, puede él tener conductas que no son fácilmente comprendidas por quien carece de esta regla. Santo Tomás pone el ejemplo de la templanza como virtud adquirida y la templanza infusa: en ambas, dice, el objeto material sobre el que versan es el mismo (bienes deleitables al tacto) pero difieren en cuanto a la especie o formalidad, que es el modo que establece la razón para regular el acto, que en este caso sería el placer concupiscible. Mientras que la regla o razón humana dice que hay que tomar alimentos porque sino el cuerpo se debilita y se entorpece el acto de la razón, por lo que no hacerlo podría ser falta de virtud, la razón o regla de la ley divina, en cambio, dice que muchas veces es necesario, con ayunos y abstinencias, castigar el cuerpo y someterlo a servidumbre (cf. 1 Co. 9,27). Lo mismo dígase de las virtudes sociales.
IV. 2. Necesidad de los dones
Las virtudes infusas no vienen solas. Dios también envía los dones del Espíritu Santo, que según la Escritura, la tradición de la Iglesia y santo Tomás de Aquino son siete. De ellos habla nuestro autor en la q. 68 de la Ia-IIae y luego en la IIa-IIae, al conectar cada don con cada virtud. En la q.68, en cambio, los aborda de manera general.
Hay una radical limitación en el hombre que le impide un obrar conforme al modo divino, y para cuyo remedio Dios nos otorga los dones. En efecto, nuestros pecados, aunque ya no existan en cuanto a la culpa, sí existen en cuanto a la pena dado que han dejado en nosotros secuelas que coexisten con las virtudes teologales. Tales huellas son definidas por el Aquinate como “necedad”, “torpeza”, “ignorancia”, “dureza de corazón y cosas semejantes”. Dios nos da los dones con la finalidad de remediar estas imperfecciones que no podrían ser removidas por la razón y la voluntad humana, por más que éstas estén ya elevadas por la infusión de la gracia. Así como por medio de las virtudes morales nos disponemos a obrar en conformidad con la recta ratio (iluminada o no por la fe) así también por medio de los dones nos disponemos de manera habitual a obrar en conformidad con el Espíritu Santo, como dirigidos directamente por Él. A través de ellos, “el hombre puede secundar bien los instintos divinos”, las mociones, inspiraciones e impulsos que Dios da a cada alma, según su condición.
Que las virtudes sean más excelentes y perfectas subsidiadas por la gracia y los dones del Espíritu Santo quiere decir, por una parte y como acabamos de leer, que éstas reciben el impulso divino, lo que facilita la ejecución del acto; pero también alcanzan excelencia porque el Espíritu Santo ilumina, guía y –algo que es clave para nuestro estudio- ofrece un discernimiento moral más fino y penetrante, por tratarse de un discernimiento divino. En la vida prudencial, de manera especial lo hace disponiendo al creyente por medio del consejo y la sabiduría.
Ante todo el don de consejo. Las virtudes poseen virtudes anexas llamadas partes potenciales, perfectivas de alguna parte esencial de la virtud. En el caso de la prudencia, una de estas partes es la eubulia o buen consejo, tan necesario para hacer una buena indagación antes del juicio y del imperio. Quien tiene la eubulia recibe consejos y, sobre todo, aconseja rectamente. En un plano sobrenatural, el consejo en cuanto don hace que el hombre se mueva según las sugerencias del Espíritu Santo. De esta manera el creyente empieza a vivir de modo más amical en su relación con Dios; es decir, con una centralidad puesta más en el consejo (lo cual es más propio de las amistades) que en el mandato. Puesto que “Cristo es el más sabio y el más amigo del hombre”, él desea tener con nosotros una relación basada en el consejo, don perfectivo del obrar prudencial.
También (y sobre todo) la connaturalidad afectiva sobrenatural es lograda por mediación del don de sabiduría el que, al tener su causa en la voluntad pero su esencia en la inteligencia, logra conectar con las dos potencias superiores, las cuales darán lugar a un juicio transido por el amor; a un juicio amoroso, a un saber práctico sabroso. Por el amor de caridad la sabiduría en cuanto don permite realizar un juicio porque el amor presente en la voluntad redunda en el intelecto. Es un juicio no solo racional sino un juicio que nace de un padecer, de una afectación interior positiva, como dice Dionisio en referencia al conocer sapiencial de Hieroteo: “non solum discens, sed et patiens divina”. Hieroteo juzga porque ha conocido y ha conocido porque ha padecido. Por eso él es docto. Este es el conocimiento y juicio propiamente teológico.
El don de sabiduría es el más elevado de todos. Y el más completivo de todas las potencias humanas. Además dicho juicio conecta directamente al cristiano con las tres Personas divinas. En efecto, al ser intelectual, configura la mente humana a la mente del Hijo o Verbo, pero en cuanto que su causa es el amor conecta también con la persona del Espíritu Santo. Y ambas potencias dependientes del ápice del alma o Mens, imagen del Padre en nosotros.
En este don, la misión del Hijo es justamente que el entendimiento humano quede afectado profundamente por el amor de Dios, y juzgue de manera igualmente profunda según las reglas divinas o la “lógica de Dios” con un conocimiento que el Aquinate denomina «vivencial» o «experiencial» [experimentalem quandam notitiam]y que, en la práctica, se traduce en gozo y deleite.
IV. 3. La necesidad del gusto para obrar bien
¿Cómo se da cuenta el creyente que su obrar es conforme a la razón y a las reglas divinas? ¿De qué manera puede él saber que vive en conformidad con el fin último, el Dios revelado? ¿A partir de cuál criterio puede la persona juzgar rectamente acerca de su conducta y de la conducta de los demás? ¿Cómo inferir que el obrar es verdadero y no aparente? ¿Podemos conocer la voluntad de Dios para nosotros?
El criterio principal para discernir la presencia sobrenatural de Dios en el alma es una experiencia interior, que por interior, es difícilmente traducible para quien no la ha vivenciado en sí mismo. Una experiencia relacionada con el gusto o dulzura y que, en lo concreto, se relaciona con la paz y el gozo.
Conoce el fin de la vida humana no tanto aquél que lo percibe teóricamente sino aquél que lo gusta, aquél que lo conoce gustándolo, saboreándolo en su interior. Pero, ¿por qué el recurso al sentido del gusto para explicar la experiencia moral?; ¿no hubiera sido mejor echar mano del sentido del tacto o de la vista que, como dice santo Tomás, más se relacionan con el conocimiento humano y la utilidad y que, por ese motivo, garantizan una mayor delectación? La respuesta a esta pregunta la da el mismo Tomás en su comentario al salmo 33 (9). La experiencia del gusto es una experiencia interna al sujeto, a diferencia de la acción de ver o tocar, que es exterior. No conocemos una comida o una bebida hasta que no la degustamos. Y puesto que Dios, por su gracia, habita en nosotros, dentro nuestro según se lee en Jer 14, 9 y sobre todo según el conocido texto de la inhabitación trinitaria de Jn 14, 23, por tal razón el recurso analógico al sentido del gusto es el más acorde para explicar la experiencia del contacto humano con la bondad divina, una experiencia que es principalmente interior. No por nada santo Tomás dice que en la Ley Nueva o evangélica lo principal es la infusión del Espíritu Santo en el corazón del creyente (las virtudes teologales), es decir, en la interioridad, mientras que lo exterior (leyes escritas, preceptos) son, aunque necesarios en cuanto dispositivos para recibir la gracia o como efectos de ella, secundarios en la Vida Nueva traída por Cristo.
¿Y por qué usar el verbo «saborear» y no el verbo «ver» para explicar la experiencia de la unión con el bien o fin último, siendo que cuando hablamos de la unión más perfecta –la eterna- nos referimos analógicamente a ella recurriendo al acto de ver (visión beatífica)? Si bien es verdad que, en virtud de la primacía del intelecto por sobre la voluntad, a la Patria celestial se la llama “visión beatífica” y no “dulzura beatífica”, no es menos verdadero afirmar que la experiencia de paz, delectación y gozo por parte de la voluntad es concomitante y consiguiente al mismo acto de contemplación. Contemplar eternamente a Dios es visio pero es también fruitio, fruición: «gaudium veritatis». “No puede haber bienaventuranza sin delectación concomitante” [non potest esse beatitudo sine delectatione concomitante].
Tan importante es la experiencia contemplativa de la consolación o gusto interior al momento de elegir entre los distintos bienes que san Ignacio de Loyola la coloca como condición necesaria en el proceso de discernimiento espiritual y moral.
Digamos para finalizar que la experiencia de la dulzura y la paz divina que el creyente virtuoso experimenta no siempre estará exenta de tristeza y aflicción. En efecto, con mucho realismo el Angélico enseña que, en nuestra condición actual de viadores, muchas veces padecemos en concomitancia con la acción virtuosa. Las causas pueden ser variadas: por hábitos malos contraídos anteriormente, por la dilación en la consecución de la Patria o Cielo (o sea, ausencia del Bien superior), o en razón sea de la complexión humana, o debido a la posibilidad de caer en pecado leves, o a causa de los pecados del prójimo, o a causa de la lucha por conquistar el bien. En estos casos, la tristeza no solo no es incompatible con la virtud sino que hasta llega a ser causa u origen de la misma. De este modo, el hombre bueno o virtuoso, incluso cuando llora o está triste, se configura con el más contemplativo y bueno de los hombres, Cristo, quien también se entristeció y lloró.
No obstante, el Aquinate aclara que esta compatibilidad entre santidad y tristeza siempre es accidental,no esencial al obrar virtuoso, debida al límite de nuestra condición creatural y, sobre todo, terrenal.
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Referencias:
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Cfr. PIO XII, Carta Encíclica «Humani generis», n.26; en: LA SANTA SEDE [en línea], http://www.vatican.va/holy_father/pius_xii/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_12081950_humani-generis_sp.html#_ftn10 [consulta, 2 de julio 2014]; JUAN PABLO II, Carta Encíclica «Veritatis splendor». Sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral en la Iglesia, San Pablo, Bs. As., 1996, n.64; ID., Carta Encíclica «Fides et ratio». Sobre las relaciones entre fe y razón, Paulinas-San Pablo, Bs. As., 19983, n.44, BENEDICTO XVI, «Discurso a la Curia romana», 22/12/11, L’Osservatore romano, núm.529; FRANCSICO, Carta Encíclica «Lumen fidei», n.27; en: LA SANTA SEDE [en línea], http://w2.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20130629_enciclica-lumen-fidei.html [consulta, 16 de julio 2014].
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Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, l. VI, c.2.
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Usamos indistintamente los términos pasiones y afectos porque así los usa santo Tomás en I-II, q. 22, a. 2, s.c. Sin embargo, en otro lugar aclara que la palabra affectus también puede aplicarse a Dios, en cuanto queda afectado de manera simple [simplicem affectum] al amar (cfr. I, q. 82, a.5, ad. 1; cf. I-II, q.102, a.6, ad.8; q.22, a.3, ad.1). A su vez, los apetitos son las mismas pasiones o afectos pero en cuanto receptores del bien. Dicen relación con la pasividad, con la receptividad, con el pedir o mendigar a la realidad (cfr. I-II, q.27, a.1).
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Cfr. I-II, q.94, a.4.
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Cfr. I-II, q.94, a.2.
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Cfr. I-II, q.63, a.1; I-II, q.58, a.4, ad.3.
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II-II, q.47, a.3.
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“Un homme vertueux peut être entièrement ignorant de philosophie morale et tout savoir, aussi (et sans doute mieux) des vertus –par connaturalité” (J. MARITAIN, “De la connaissance par connaturalité”, en: MARITAIN, Jacques et Raïssa, Œuvres complètes, IX , Éd. Saint-Paul, Paris, 1990, 983).
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SANTO TOMÁS DE AQUINO, II-II, prólogo.
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Cfr. I-II, q.77, a.2, ad.4.
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Cfr. Ibíd., ad.5. En otro pasaje lo compara con el paralítico, el cual se mueve en contra de lo que le sugiere su razón (cfr. q.77, a.3).
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L. CASTELLANI, San Agustín y nosotros, JAUJA, Mendoza, 2000, 88. Lo que está entre [ ] es nuestro.
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Cfr. I, q.1, a.6, ad.3; II-II, q.45, a.2.
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“Cognitio experimetalis de divina suavitate amplificat cognitionem de divina veritate” (SAN BUENAVENTURA, In III Sentetiarum, dist. 34, a.2, q.2, ad. 2; cit. en M. D’AVENIA, La conoscenza per connaturalitá in S. Tommaso d’Aquino, Ed. Studio domenicano, Bologna, 1992, 46).
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Similar al aumento que ofrece una lente y con la cual la persona podrá ver al objeto en todos sus detalles, así también la voluntad recta ayudará a la persona a conocer la verdad moral, pero sin olvidar que quien mira es el ojo y no la lente
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Lo que nosotros llamamos «afectividad» o «afectos» santo Tomás lo llama «sensibilidad» o «apetito sensible» la cual, dice, es también voluntad por participación (cfr. III, q. 18, a. 2 y 3).
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Cfr. II-II, q.2, a.1, ad.1 y 3; a.9. La actitud de los fariseos en época de Jesús es la demostración más clara de que, si no se quiere, no se cree, aún cuando haya evidencia sensible para hacerlo.
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Cfr. I, q.16, a.4, ad.1; cfr.q.82, a.4, ad.1. Y esto que ocurre entre las potencias espirituales entre sí también ocurre en relación de éstas con las potencias inferiores: cfr. I-II, q.24, a.3, ad.1; q.31, a.5; q.38, a.4, ad.3; q. 59, a.5; III, q.46, a.6.
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Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 26, a. 10. Cfr. III, q.45, a.2.
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Cfr. De Veritate, q.26, a.10.
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II-II, q.59, a.2. Cfr. I-II, q.9. a.2.
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L. GIUSSANI, El sentido religioso, Ágape, Bs. As., 2010, 71.
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Imperar es lo propio de la virtud de la prudencia. Pero para que exista ese mandato la misma persona debe moverse toda ella –y no solo su razón o voluntad- a abrazar el bien reconocido. Caso contrario su movimiento no será totalmente libre, integral, personal sino –en cierto modo- forzado.
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SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Psalmo 33, 9.
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SANTO TOMÁS DE AQUINO, Sententia Ethic., lib. 6, l. 6 n. 11.
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“El juicio recto consiste en que la inteligencia comprenda una cosa como es en sí misma. Esto se da por la recta disposición de la facultad aprehensiva, de la misma forma que un espejo en buenas condiciones reproduce las formas de los cuerpos como son, mientras que, si está en malas condiciones, los reproduce deformados” (II-II, q.51, a.3, ad.1).
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Cfr. JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio Ineunte, 6 enero 2001, n.27; en: LA SANTA SEDE [en línea], http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/apost_letters/documents/hf_jp-ii_apl_20010106_novo-millennio-ineunte_sp.html [consulta, 16 de julio 2014].
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Cfr. R. -T., CALDERA, Le jugement par inclination chez saint Tomas d’Aquin, Vrin, Paris, 1980,101-02 ; M. D’AVENIA, La conoscenza, 123.
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II-II, q.8, a.5. Cfr. In de Div. Nom. Exp., c.II, lect. IV.
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SANTO TOMÁS DE AQUINO, In I Ep. Ad Cor., c. II, lect. III.
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Cfr. I-II, q.63, a.4; q.64, a.1, ad.3.
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Cfr. I-II, q.68, a.2, ad.3.
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Cfr. I-II, 68, a.3.
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Cfr. I-II, q.68, a.1, ad.1.
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I-II, q.108, a.4, s. c.
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Cfr. II-II, q.45, a.2.
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Recordemos lo dicho más arriba sobre la redundantia de las potencias.
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Cfr. II-II, q.45, a.2; q.97, a.2, ad.2; q.162, a.3, ad.1.
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Cfr. I, q.1, a.6, ad.3
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Cfr. I, q.93, a.7.
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Cfr. I, q.43, a.5, ad.2
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Cfr. I-II, q.112, a.5.
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Cf. I-II, q.31, a.6.
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Cfr. Sup. Psal. 33, 9; en: http://www.corpusthomisticum.org/cps31.html
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Cfr. I-II, q.106, a.1.
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Cfr. I-II, q.3, a.4; q.4, a.2, ad.3.
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I-II, q.4, a.1; cfr. q.4, a.2.
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Cfr. SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios espirituales, 2da. regla de la Primera semana y 2da. regla de la Segunda Semana.
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Cfr. I-II, q.65, a.3, ad.2.
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Cfr. I-II, q.59, a.3, ad.1, 3.
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Cfr. I-II, q.35, a.3, ad.1, II-II, q.28, a.1, c., ad.3.
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“Ninguna tristeza es contraria a la delectación de la contemplación, ni se le une tristeza alguna, a no ser accidentalmente” (I-II, q.35, a.5).
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Cfr. II-II, q.28, a.2.