De sentido común: invitar para la fiesta.
Con gran pedagogía, a través de muchos símbolos e imágenes, Nuestro Señor Jesucristo nos enseña acerca de las realidades de nuestra fe, de ese mundo invisible que nos rodea y que es tan o más real que el mundo visible y pasajero. Una de ellas es comparar este “Reino de los cielos” con un banquete, con una fiesta.(Cfr. Mateo 22, 1-14). De este modo podemos decir que la fe, el amor de Dios, su providencia, sus sacramentos, sus mandamientos, su Iglesia, el Cielo, todo ese “mundo” visible e invisible es como una fiesta a la cual estamos invitados a participar.
¿Qué significa que es una fiesta?, una fiesta es algo alegre, atractivo y familiar; no es lógico que alguien esté triste en una fiesta, o que tenga que ir “obligado”, o que solo disfrute de modo solitario.
Si bien no siempre estamos con igual ánimo, el hecho de ir a Misa (que es un verdadero “Banquete” en el cual recibimos el alimento de nuestra alma: Jesús en la Eucaristía), confesarnos, ayudar a nuestro prójimo, cumplir los mandamientos, rezar, etc, no debería ser - de modo habitual- un cúmulo de “obligaciones” más o menos aburridas, sino un verdadero placer para el alma, algo que hacemos movidos por el “apetito” y el “deseo”. Esa es la lógica de entender que la vida cristiana es un llamado a participar de una fiesta: algo profundamente alegre, atractivo y familiar.
No solo fuimos invitados sino que también tenemos que invitar. Es la misma lógica: si verdaderamente disfrutamos de la fiesta, si la fe nos llena la vida, entonces - y solo entonces- vamos a salir a invitar con ganas para que otros también participen.
¿De qué modo invitar?
Si realmente participamos de ese banquete encontraremos muchas ocasiones para invitar a los demás, algunas pueden ser programadas (una “misión” barrial), otras cotidianas (en la familia, en el trabajo), otras circunstanciales.
¿Por qué invitar?
Porque fuimos invitados y queremos compartir nuestra alegría y fortaleza de vivir la fe; porque vemos un mundo hambriento de Dios, hambriento de la paz y felicidad que “solo Dios” puede dar; y vemos también a un Dios hambriento del mundo, hambriento de la confianza en su perdón, de la gratitud por su amor. ¿Se puede desear más la felicidad del infeliz que el mismo infeliz?, ¿se puede buscar más la salud del enfermo que el mismo enfermo? ¿existe un amor que mueva a obrar así?, ¡así es el amor de Dios por nosotros!.
¿Con quienes nos vamos a encontrar?
La parábola del banquete, que nos sirve de marco para esta reflexión, habla de varios tipos de respuesta a la invitación:
Lamentablemente nos vamos a encontrar con algunos que por diversas circunstancias, más o menos culpables, no quieren o no desean ir al banquete y que van a poner mil excusas o nos van a “matar con su indiferencia”; inclusive algunos se van a burlar o nos van a perseguir porque con nuestra actitud les reprochamos su modo de vivir alejado de Dios; con toda paciencia y humildad también hay que invitarlos porque hay que sembrar esta semilla aunque no recojamos sus frutos, el tiempo dirá cuándo ha de germinar.
También nos vamos a encontrar con personas que nadie había invitado y que estaban deseosas de “acercarse”; o con los que ya participan de la fiesta y nos entusiasmen con verdaderos ejemplos de amor a Dios y al prójimo.
Dios ha querido que le “ayudemos” con las invitaciones; El mismo será quien “reciba y atienda” a cada uno de los invitados. El es el dueño de la fiesta y también el homenajeado, nuestra mayor dignidad consiste en haber sido invitados... y en invitar...
P. Héctor Albarracín