De sentido común: ¿Cuál es el límite después del límite?...
Vivir “ilimitado” es un slogans muy seductor pero poco realista porque no somos dioses sino creaturas limitadas por un sin número de circunstancias, con una sed y deseos ilimitados por cierto, deseos que hablan más de eternidad que de paraísos terrenales. No nos referimos aquí a los límites que nosotros mismos nos ponemos por falta de confianza en nosotros mismos o en los demás, sino al límite que nos pone la realidad, la naturaleza, Dios, el límite entre lo bueno y lo malo, el límite que no debemos cruzar porque nos lanza al abismo de la confusión.
El límite que nos marca Dios a través del orden natural y sobrenatural nos hace caminar seguros, sin temor, con certezas. Necesitamos el límite como el río necesita la ribera: no para quitarle libertad sino para que fluya todo entero y con más fuerza. En este sentido hasta el amor y la fe tienen límites: el amor sin límites es como un río sin riberas que se pierde fácilmente en las arenas del egoísmo, una fe sin límites en las de las arenas de la superstición. La aceptación de nuestros límites es una señal clara de nuestra madurez y nos da la paz; la no aceptación causa confusión, temores, impaciencias, soberbia.
Cuando se pasa el límite que nos marca la ley natural o la ley divina (expresada especialmente en los diez mandamientos), no es que ya no queda límite, sino que ya no se sabe dónde ponerlo, se termina teniendo un límite “impuesto” por la tiranía de la moda o de la ideología. De este modo, por poner algunos ejemplos, algunos pretenden la libertad de abortar a un ser humano recién concebido y se condena al mismo tiempo el mínimo acto de violencia contra un animal; se empuja a los adolescentes a vivir su sexualidad de un modo irresponsable e ilimitado como si fuesen animalitos que no se pueden contener y por otro lado se les pide que sean maduros y responsables a la hora de beber alcohol prohibiendo su venta en ciertos lugares; las mujeres pueden ir vestidas (o desvestidas) como quieran pero los varones tienen prohibido hasta decirles un piropo porque es acoso sexual…; le pueden gritar a alguien por la calle “machista”, “homofóbico”, pintar las paredes de los templos con frases violentas como “la única Iglesia que ilumina es la que arde”, etc, etc, pero si otro se atreve a decir que la homosexualidad no es algo natural o ir contracorriente a estos slogans ¡aparece en todos los medios de comunicación!. Todo esto es el síntoma de que se ha perdido el límite: se cae necesariamente en la tiranía de lo que está de moda y en la hipocresía de la desproporción.
Vivir ilimitado es la nueva forma de la antigua tentación de “seréis como dioses”. Una tentación seductora que hace que algunos ingenuos en pos de libertad “salten del balcón” hacia el vacío porque otros malvados han “legislado” que la ley de gravedad es una “imposición cultural”; mientras que quien permanece dentro de los límites del balcón, disfruta libremente del paisaje porque desde niño aprendió algo fundamental en la vida: que nuestros deseos de felicidad sean ilimitados, pero que nuestros pasos concretos tengan el límite del camino… porque a esa felicidad se llega caminando humildemente como humanos y no saltando al vacío creyéndose dioses…
Es lo que nuestro Señor nos enseña en el evangelio “Entren por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y poco son los que lo encuentran.” (Mateo 7,13). La puerta que nos salva es “estrecha” y “angosto” el camino, es decir, “limitado”… pero la Vida que está detrás de esa puerta y al final de ese camino es “ilimitada”… como nuestros deseos…
P. Héctor Albarracín